Artaban fue el rey mago que no logró su cometido y aún así fue recompensado. Era un hombre de largas barbas, ojos nobles y profundos que recidía, se dice, en el monte Ushita en el año 4 a. C..
Un día llegaron a su cueva emisarios de los tres reyes magos, notificándole el descubrimiento de una estrella que anuncia el nacimiento de ese ansiado mesías y lo citan en la ciudad de Borsippa.
Antes de partir, Artabán elige cuidadosamente las ofrendas que depositará a los pies del mesías: un diamante de Méroe, que repele los golpes del hierro y neutraliza los venenos; un jaspe de Chipre, que estimula el don de la oratoria; y un rubí de las Sirtes, cuyo fulgor disipa las tinieblas del espíritu.
Artabán cabalgó sin descanso hasta que se tropieza con un hombre agonizante y desnudo, un comerciante que ha sido desvalijado por unos ladrones y después golpeado hasta casi morir. Se apiadó de él y le regala el diamante de Méroe que reservaba para el mesías.
Por ese retraso cuando Artabán llega a Barsippa, los reyes ya habían partido, dejándole indicaciones de seguir la estrella hasta donde ésta se detenga.
Artabán forzó tanto su caballo que este murió de cansancio y continuó a pie. Cuando llegó por fin a su destino se topó con la crueldad desatada de Herodes, que ha ordenado a los soldados de su guardia el exterminio de los varones recién nacidos.
Cuando vio que un soldado estaba a punto de asesinar a un niño le ofrece el rubí de las Sirtes que guardaba a cambio de la vida del menor. Un capitán de Herodes lo sorprende y ordena que apresen a Artabán y lo envíen a Jerusalén.
Allí es encarcelado por tres décadas hasta convertirse en un anciano ciego. En medio de las tinieblas de su encierro, llega a escuchar rumores sobre un Galileo que sana a los enfermos. Confusamente, intuye que ese Galileo debe de ser el mesías que un día remoto quiso honrar con sus regalos.
Después de esos 30 años es liberado, viejo cansado y casi ciego. En su andar se percata que en una plaza están subastando como esclava a una muchacha.
Hondamente conmovido, Artabán escarba entre sus andrajos y rescata el jaspe de Chipre que ha logrado conservar durante tantos años de cautiverio, con el que compra la libertad de la muchacha, que besa sus arrugas y sus ojos yermos.
De repente, la tierra tiembla y el velo del templo se rasga y los sepulcros se abren y una falla se traga a Artabán, que antes de morir aún acierta a vislumbrar la figura de un hombre llagado y resplandeciente; su voz descendió sobre él como un bálsamo. Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, enfermo estuve y me curaste, me hicieron prisionero y me liberaste.
Artabán preguntó, perplejo o desmemoriado. ¿Cuándo hice yo esas cosas?L a muerte ya estrangula su hálito cuando el hombre llagado y resplandeciente le susurra. Cuanto hiciste por mis hermanos, lo has hecho por mí.
Artabán murió en los brazos del mesías anunciado por la estrella de Belén.